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Subject: Immigration

De la política de brazos abiertos a la calle: el colapso de los albergues para migrantes de Nueva York

La acera frente al hotel Row en la Avenida 8 de Manhattan está abarrotada de neoyorquinos y turistas que se preparan para ver el eclipse solar del 8 de abril. Todos con cámaras y gafas a mano, menos Hedgie. Ella está en una esquina de la calle, casi escondida detrás de la multitud. A su alrededor hay varias mochilas, maletas, bolsas con ropa. Esta ecuatoriana de 30 años está esperando a que su esposo la ayude a cargar todas sus pertenencias hasta el metro. Hoy les toca abandonar este hotel que durante los últimos dos meses fue su refugio.

La familia de cuatro —con dos hijos de 4 y 8 años, todos indocumentados— ahora vivirá en el hotel Watson, también en Manhattan, hasta junio, cuando nuevamente serán desahuciados y tendrán que volver a solicitar alojamiento en uno de los albergues habilitados por la ciudad de Nueva York para acoger los miles migrantes que han llegado desde la primavera de 2022. En los seis meses que lleva en la ciudad, la familia ha tenido que mudarse cuatro veces. Hedgie cuenta que están cansados de ir de un lado para otro y están considerando marcharse a otro Estado: “Ya no queremos estar aquí”.

Como ella, miles de personas alojadas en los más de 215 albergues habilitados por la ciudad para lidiar con los casi 200.000 migrantes que han llegado hasta la Gran Manzana desde el 2022 han recibido notificaciones de desahucio desde el pasado octubre, cuando la ciudad comenzó a restringir los tiempos de estancia en estos centros. Desde la semana pasada, además, la situación se ha agravado con la entrada en vigor de nuevas restricciones para limitar las solicitudes de alojamiento. Bajo la nueva normativa, anunciada en marzo, familias con niños como la de Hedgie podrán seguir pidiendo refugio cada 60 días. Pero las parejas sin niños y las personas solteras recibirán plazas por solo 30 días y luego se verán obligados a abandonar los refugios, a menos que la ciudad determine que tienen “circunstancias atenuantes” y se les conceda una exención. Hasta ahora, estos últimos dos grupos ya estaban limitados a estancias de 30 días, pero podían volver a aplicar cada mes sin ningún problema.

Con esta nueva norma, la intención de la Administración del alcalde de Nueva York, el demócrata Eric Adams, es impulsar a los migrantes a buscar alojamiento por su cuenta y reducir la población dentro de los centros de acogida. Sin embargo, defensores de la inmigración denuncian que las nuevas restricciones solo servirán para agudizar la desesperación que los migrantes ya sienten, forzándolos a vivir en un estado constante de preocupación e inestabilidad. Muchos acabarán durmiendo en la calle, ya que la mayoría no tiene una fuente de ingresos estable porque no pueden trabajar debido a su estado migratorio y, por tanto, no pueden cubrir el coste de un alquiler en la ciudad más cara del país.

Kim Corona, portavoz de la New York Immigration Coalition (NYIC), una coalición estatal de organizaciones pro migrantes y refugiados, tilda de “discriminatorias” las nuevas restricciones. “Estos límites son inhumanos. Nadie debería correr el riesgo de acabar durmiendo en la calle,” señala. Corona también resalta la carga que la nueva norma supondrá para familias: “Obligar a familias con hijos a tener que volver a solicitar alojamiento una vez transcurridos los 60 días es un ciclo continuo que mantiene a las personas en estos lugares a corto plazo sin las soluciones a largo plazo que realmente necesitamos. También afecta a los niños: tener que trasladarse a otro lugar puede estropear su educación y aprendizaje; provoca una interrupción”.

Más del 70% de los migrantes que han pasado por estos centros en los últimos dos años son latinoamericanos. La mayoría procede de Venezuela (el 41%), Ecuador (17%) y Colombia (9%), según datos facilitados por el Ayuntamiento. Muchos de ellos emigraron de sus países con la idea de llegar hasta Nueva York tras haber leído en redes sociales u oído de familiares o amigos que en la ciudad existe una ley llamada right to shelter, o “derecho al refugio”, en vigor desde los años 80. Esta normativa, que no existe en otras grandes ciudades estadounidenses, garantiza que se proporcionará una cama a quien la solicite en la red de albergues. Durante cuatro décadas, el “derecho al refugio” estuvo orientado principalmente a la población sin hogar. Eso cambió en la primavera de 2022, cuando miles de migrantes conocieron que existía este derecho. En el verano de 2023, el número de migrantes que vivía en estos centros ya superaba al de las personas sin techo.

Inicialmente, la Administración de Adams recibió a los migrantes recién llegados con brazos abiertos. Cuando el gobernador de Texas, el republicano Greg Abbott, empezó a enviar autobuses cargados de migrantes a Nueva York como parte de una maniobra para denunciar la política migratoria de la Administración de Joe Biden, el propio Adams acudió a la terminal donde llegaron los primeros buses para darles la bienvenida. No obstante, los buses siguieron llegando —Abbott ha trasladado a Nueva York a más de 37.100 migrantes desde agosto 2022— y pronto la red de albergues comenzó a colapsar. Aunque la ciudad abrió más centros y habilitó más camas, la sobrecarga llevó a la Administración de Adams a cerrar el grifo: primero intentó restringir el “derecho al refugio” en 2023 y luego trató de suspenderlo por completo.

Tras meses de negociaciones entre las autoridades y organizaciones a favor de esta normativa, ambas partes llegaron a un acuerdo el pasado marzo para mantener la norma en vigor, aunque con nuevas excepciones. Desde este 22 de mayo, la ciudad seguirá repartiendo notificaciones de desalojo cada 60 días para familias y cada 30 días para adultos solteros, quienes ya no podrán volver a solicitar alojamiento, salvo que cumplan una de varias excepciones (estas incluyen demostrar que se irán de la ciudad en 30 días o que han firmado un contrato para mudarse a un apartamento propio en el mismo plazo). Hasta abril, último mes que la ciudad actualizó sus cifras, había 65.000 migrantes viviendo en estos refugios. De ellos, el 78% eran familias con niños. El resto —casi 15.000 personas— podrán ser desahuciados en los próximos meses.

“La única solución”, recalca Corona de NYIC, es que el Gobierno priorice ayudar a los migrantes a conseguir vivienda permanente, en vez de obligarlos a mudarse de un albergue a otro. Para ello, organizaciones como NYIC reclaman al alcalde Adams y a la gobernadora Kathy Hochul (también demócrata) que amplíen programas municipales y estatales de ayuda al alquiler de vivienda para que migrantes indocumentados puedan acceder a ellos. Uno de estos programas es CityFHEPS, bajo el cual beneficiarios que residen en la ciudad de Nueva York reciben un suplemento mensual para pagar su alquiler. Actualmente, migrantes sin papeles no pueden beneficiarse de esta ayuda.

Según un estudio llevado a cabo por NYIC y la organización Win, el mayor proveedor de refugios y viviendas para familias e individuos sin hogar en la ciudad de Nueva York, la Administración de Adams ahorraría 2.900 millones de dólares al año si los migrantes fuesen recolocados en viviendas permanentes en vez de albergues municipales. Las organizaciones estiman que si la ciudad incluyese a migrantes en el programa de CityFHEPS, pagaría 72 dólares por noche por un apartamento de dos habitaciones para una familia solicitante de asilo, frente a los 383 de media que gasta por noche en alojar a una familia en un hotel convertido en refugio. El informe fue publicado en agosto de 2023, cuando había 57.000 migrantes viviendo en los albergues de la ciudad, frente a los 65.000 que hay actualmente.

Desde Make the Road New York (Se Hace Camino Nueva York), la mayor organización de inmigrantes del Estado, concuerdan en que ampliar programas como CityFHEPS debería ser la prioridad. Yaritza Mendez, codirectora del departamento organizativo de dicha entidad, señala que la ciudad “tiene que hacer un mejor trabajo” y “abrir más puertas” para que miles de migrantes puedan salir del sistema de albergues y acceder a una vivienda permanente. Esta nueva norma “no hará más que agravar la crisis porque la gente no tiene adónde ir”, añade.

Atrapados en un “círculo vicioso”
EL PAÍS visitó varios albergues de la ciudad, y aunque no se permitió el acceso a su interior, los testimonios recopilados a las puertas de estos shelters revelan que las personas que viven dentro se sienten atrapadas en un “círculo vicioso” del cual es difícil salir. Aunque todos transmiten su agradecimiento por tener un lugar donde descansar cada noche, sienten que la ciudad no tiene un plan a largo plazo para ayudarlos a alcanzar la estabilidad y autosuficiencia. Yaritza Mendez, de Se Hace Camino Nueva York, lo describe como una “situación del huevo y la gallina”. “Estas personas no han podido encontrar un lugar permanente donde vivir” y, por tanto, siguen en los albergues “porque no han podido encontrar un trabajo estable debido a su situación migratoria”, explica.

En esta encerrona se encuentra Maryelys García. Esta venezolana de 35 años lleva cinco meses en la Gran Manzana y está tramitando una petición de asilo, un proceso que puede durar desde seis meses hasta varios años. Los peticionarios de asilo pueden solicitar un permiso de trabajo de 180 días, pero la espera para recibir una respuesta es también de meses o más de un año. Mientras García espera una respuesta a su solicitud, la única opción que tiene es seguir viviendo en los albergues de la ciudad porque en el camino a Estados Unidos le “robaron todo” y no tiene suficiente dinero para alquilar una habitación de más de 1.000 dólares al mes.

Por ahora, vive en el hotel Row en Manhattan, donde comparte una habitación y baño con su amiga e hija, quienes emigraron de Venezuela con ella. Las tres consiguieron que la ciudad las considerara una unión familiar, por lo que han sido asignadas plazas de estancia de 60 días. La última extensión la recibieron el 20 de mayo y seguirán en el Row hasta al menos mediados de julio, cuando les tocará volver a aplicar.

En las calles aledañas al hotel, García vende “cositas”: comida, celulares de segunda mano, etc. También echa unas horas en un restaurante donde la dejan trabajar en negro. Lo poco que gana, lo ahorra. Su sueño es ser emprendedora: “Nosotros no venimos a buscar algo regalado, queremos trabajar por lo nuestro. Mis sueños son amplios, pero denme la oportunidad”, insta.

Sobres las condiciones dentro del hotel Row, la venezolana cuenta que hay muchas “cucarachas y hormigas”. Dice que no ha visto ratones o ratas en su habitación, pero no duda de que los haya porque la “basura se acumula en los pasillos”. Además de la suciedad, García se queja de la comida: “Damos gracias porque no es que estamos pasando hambre, pero todos los días es lo mismo. Si duras tres meses acá, tres meses vas a comer lo mismo”.

Miguel corrobora que en el Stewart Hotel, también en Manhattan, la situación es similar. Este hombre venezolano de 36 años prefiere ocultar su nombre real, ya que tiene miedo a que se le identifique y sea expulsado del sistema de albergues. A las puertas del Stewart, susurra sus quejas: “Hay muchas chiripas (cucarachas)”. Miguel lleva un año en Nueva York intentando tramitar su solicitud de asilo y permiso de trabajo. Junto a su esposa e hijos, de 8 y 12 años, ha vivido en tres albergues distintos. “Ya llevamos mucho tiempo viviendo de la manga del Gobierno y nosotros no vinimos a eso”. Asegura que en cuanto reciba su permiso de trabajo, se irán de Nueva York.

Además de hoteles convertidos en refugios, la ciudad también ha construido campamentos para alojar migrantes. Uno de ellos fue levantado en el Floyd Bennett Field, en la punta sureste de Brooklyn. En este antiguo aeropuerto viven casi 2.000 personas —unas 500 familias con niños— en una miniciudad formada por varias tiendas de campaña gigantes. Dentro de las tiendas, el espacio está dividido en cientos de módulos donde las familias duermen en catres. Los baños y las duchas están fuera, en tráileres apartados.

Los migrantes que viven aquí cuentan que para cualquier trámite o diligencia tienen que salir del campamento al amanecer, sobre todo si es en Manhattan. El Floyd Bennett Field está ubicado en un área remota de Brooklyn, casi totalmente rodeado por la bahía de Jamaica, cerca de la playa de Rockaway. La estación de metro más cercana al centro está a casi nueve kilómetros y el trayecto a Manhattan en transporte público es de al menos dos horas. Aquí vive Carlos, un ecuatoriano de 36 años que tampoco se atreve a dar su nombre real, junto a su esposa y dos hijas. Aunque no tiene permiso para ello, trabaja en un garaje de carros en Queens y cuenta que tarda de dos a tres horas en llegar, dependiendo del tráfico. Labora 12 horas al día, pero dice que no ha podido ahorrar porque, entre los gastos de su familia y las deudas que tiene pendientes en su país, el dinero que gana no le alcanza, mucho menos para pagar un alquiler.

Carlos y su familia huyeron de Quito el pasado noviembre: “Mi esposa tenía un negocio de peluquería y uñas. Un día llegaron y nos dijeron que teníamos que pagarles una mensualidad o nos mataban. Los ignoramos, pero volvieron. Los ignoramos otra vez hasta que un día dispararon contra nuestra casa, hasta mataron un gato”. Llevan cuatro meses en el Floyd Bennett Field, donde dice que la convivencia no es fácil. Cuenta que los baños compartidos siempre están sucios porque “la gente hace sus necesidades donde sea” y la comida es terrible. Aun así, no tienen otra opción que hacer una solicitud tras otra para vivir allí o algún otro albergue hasta se resuelvan sus peticiones de asilo.

– ¿Quiere quedarse en Nueva York o irse a otro Estado?

– No sé… Por ahora solo queremos salir de aquí y tener un espacio propio.